A LA VICTORIA DE LEPANTO. FERNANDO DE HERRERA
Cantemos
al Señor, que en la llanura Venció del ancho mar al Trace fiero; Tú, Dios de las batallas, tú eres diestra, Salud y gloria nuestra. Tú rompiste las fuerzas y la dura Frente de Faraón, feroz guerrero; Sus escogidos príncipes cubrieron Los abismos del mar, y descendieron, Cual piedra, en el profundo, y tu ira luego Los tragó, como arista seca el fuego. El soberbio tirano, confiado En el grande aparato de sus naves, Que de los nuestros la cerviz cautiva Y las manos aviva Al ministerio injusto de su estado, Derribó con los brazos suyos graves Los cedros más excelsos de la cima Y el árbol que más yerto se sublima, Bebiendo ajenas aguas y atrevido Pisando el bando nuestro y defendido. Temblaron los pequeños, confundidos Del impio furor suyo; alzó la frente Contra tí, Señor Dios, y con semblante Y con pecho arrogante, Y los armados brazos extendidos, Movió el airado cuello aquel potente; Cercó su corazón de ardiente saña Contra las dos Hesperias, que el mar baña, Porque en ti confiadas le resisten Y de armas de tu fe y amor se visten. Dijo aquel insolente y desdeñoso: «¿No conocen mis iras estas tierras, Y de mis padres los ilustres hechos, O valieron sus pechos Contra ellos con el húngaro medroso, Y de Dalmacia y Rodas en las guerras? ¿Quién las pudo librar? ¿Quién de sus manos Pudo salvar los de Austria y los germanos? ¿Podrá su Dios, podrá por suerte ahora Guardarlos de mi diestra vencedora? »Su Roma; temerosa y humillada, Los cánticos en lágrimas convierte; Ella y sus hijos tristes mi ira esperan Cuando vencidos mueran; Francia está con discordia quebrantada, Y en España amenaza horrible muerte Quien honra de la luna las banderas; Y aquéllas en la guerra gentes fieras Ocupadas están en su defensa, Y aunque no, ¿quién hacerme puede ofensa? »Los poderosos pueblos me obedecen, Y el cuello con su daño al yugo inclinan, Y me dan por salvarse ya la mano Y su valor es vano; Que sus luces cayendo se oscurecen, Sus fuertes a la muerte ya caminan, Sus vírgenes están en cautiverio, Su gloria ha vuelto al cetro de mi imperio. Del Nilo a Éufrates fértil e Istro frío, Cuanto el sol alto mira todo es mío.» Tú, Señor, que no sufres que tu gloria Usurpe quien su fuerza osado estima, Prevaleciendo en vanidad y en ira, Este soberbio mira, Que tus aras afea en su victoria. No dejes que los tuyos así oprima, Y en su cuerpo, crüel, las fieras cebe, Y en su esparcida sangre el odio pruebe; Que hecho-ya su oprobio, dice: «¿Dónde El Dios de éstos está? ¿De quién se esconde?» Por la debida gloria de tu nombre, Por la justa venganza de tu gente, Por aquel de los míseros gemido, Vuelve el brazo tendido Contra éste, que aborrece ya ser hombre; Y las honras que celas tú consiente; Y tres y cuatro veces el castigo Esfuerza con rigor a tu enemigo, Y la injuria a tu nombre cometida Sea el hierro contrario de su vida. Levantó la cabeza el poderoso Que tanto odio te tiene; en nuestro estrago Juntó el consejo, y contra nos pensaron Los que en él se hallaron. «Venid, dijeron, y en el mar ondoso Hagamos de su sangre un grande lago; Deshagamos a éstos de la gente, Y el nombre de su Cristo juntamente, Y dividiendo de ellos los despojos, Hártense en muerte suya nuestros ojos.» Vinieron de Asia y portentoso Egito Los árabes y leves africanos, Y los que Grecia junta mal con ellos, Con los erguidos cuellos, Con gran poder y número infinito; Y prometer osaron con sus manos Encender nuestros fines y dar muerte A nuestra juventud con hierro fuerte, Nuestros niños prender y las doncellas, Y la gloria manchar y la luz dellas. Ocuparon del piélago los senos, Puesta en silencio y en temor la tierra, Y cesaron los nuestros valerosos, Y callaron dudosos, Hasta que al fiero ardor de sarracenos El Señor eligiendo nueva guerra, Se opuso el joven de Austria generoso Con el claro español y belicoso; Que Dios no sufre ya en Babel cautiva Que su Sión querida siempre viva. Cual león a la presa apercibido, Sin recelo los impíos esperaban A los que tú, Señor, eras escudo; Que el corazon desnudo De pavor, y de amor y fe vestido, Con celestial aliento confiaban. Sus manos a la guerra compusiste, Y sus brazos fortísimos pusiste Como el arco acerado, y con la espada Vibraste en su favor la diestra armada. Turbáronse los grandes, los robustos Rindiéronse temblando y desmayaron; Y tú entregaste, Dios, como la rueda, Como la arista queda Al ímpetu del viento, a estos injustos, Que mil huyendo de uno se pasmaron. Cual fuego abrasa selvas, cuya llama En las espesas cumbres se derrama, Tal en tu ira y tempestad seguiste Y su faz de ignominia convertiste. Quebrantaste al crüel dragón, cortando Las alas de su cuerpo temerosas Y sus brazos terribles no vencidos; Que con hondos gemidos Se retira a su cueva, do silbando Tiembla con sus culebras venenosas, Lleno de miedo torpe sus entrañas, De tu león temiendo las hazañas; Que, saliendo de España, dio un rugido Que lo dejó asombrado y aturdido. Hoy se vieron los ojos humillados Del sublime varón y su grandeza, Y tú solo, Señor, fuiste exaltado; Que tu día es llegado, Señor de los ejércitos armados, Sobre la alta cerviz y su dureza, Sobre derechos cedros y extendidos, Sobre empinados montes y crecidos, Sobre torres y muros, y las naves De Tiro, que a los suyos fueron graves. Babilonia y Egito amedrentada Temerá el fuego y la asta violenta, Y el humo subirá a la luz del cielo, Y faltos de consuelo, Con rostro oscuro y soledad turbada Tus enemigos llorarán su afrenta. Mas tú, Grecia, concorde a la esperanza Egipcia y gloria de su confianza, Triste que a ella pareces, no temiendo A Dios y a tu remedio no atendiendo, ¿Por qué, ingrata, tus hijas adornaste En adulterio infame a una impia gente, Que deseaba profanar tus frutos, Y con ojos enjutos Sus odiosos pasos imitaste, Su aborrecida vida y mal presente? Dios vengará sus iras en tu muerte; Que llega a tu cerviz con diestra fuerte La aguda espada suya; ¿quién, cuitada, Reprimirá su mano desatada? Mas tú, fuerza del mar, tú, excelsa Tiro, Que en tus naves estabas gloriosa, Y el término espantabas de la tierra, Y si hacías guerra, De temor la cubrías con suspiro, ¿Cómo acabaste, fiera y orgullosa? ¿Quién pensó a tu cabeza daño tanto? Dios, para convertir tu gloria en llanto Y derribar tus ínclitos, y fuertes Te hizo perecer con tantas muertes. Llorad, naves del mar; que es destruida Vuestra vana soberbia y pensamiento. ¿Quién ya tendrá de ti lástima alguna, Tú, que sigues la luna, Asia adúltera, en vicios sumergida? ¿Quién mostrará un liviano sentimiento? ¿Quién rogará por ti? Que a Dios enciende Tu ira y la arrogancia que te ofende, Y tus viejos delitos y mudanza Han vuelto contra ti a pedir venganza. Los que vieron tus brazos quebrantados Y de tus pinos ir el mar desnudo, Que sus ondas turbaron y llanura, Viendo tu muerte oscura, Dirán, de tus estragos espantados: ¿Quién contra la espantosa tanto pudo? El Señor, que mostró su fuerte mano Por la fe de su príncipe cristiano Y por el nombre santo de su gloria, A su España concede esta victoria. Bendita, Señor, sea tu grandeza; Que después de los daños padecidos, Después de nuestras culpas y castigo, Rompiste al enemigo De la antigua soberbia la dureza. Adórente, Señor, tus escogidos, Confiese cuanto cerca el ancho cielo Tu nombre ¡oh nuestro Dios, nuestro consuelo! Y la cerviz rebelde, condenada, Perezca en bravas llamas abrasada.
Batalla de Lepanto, cuadro de Andries van Eertvelt
Referencias bibliográficas:
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